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D.H.L.A(SEGUNDA PARTE)

EL CHARCO DEL INGENIO
Teníamos una semana de haber llegado a San Miguel y todos mis primos ya habían recibido llamadas de sus papás, menos yo.
-Tía, ¿no me ha hablado mi mamá?- le pregunte sabiendo de antemano la respuesta, ya que yo había estado muy al pendiente del teléfono; es más, yo había contestado todas las llamadas de mis primos.
-No, mi niño, no te ha hablado –me contestó. Recapacitó un momento y luego agregó:
-Aunque te voy a decir que el teléfono ha estado muy mal; se han cortado varias llamadas, a lo mejor era ella…
Mi decepción no se alivió con la suposición de mi tía; ella seguramente o notó, ya que me abrazo y me beso repetidamente en el pelo, luego, acomodándome el peinado con los dedos, me dijo: -Pero no te preocupes, mi cielo, yo creo que no tarda en entrar su llamada. Vete tranquilo al paseo, si llama, yo te guardo el recado.
Ese día mi tío nos iba a llevar al Charco del Ingenio. Sólo a los chicos, pues no cabíamos todos en el coche. Las grandes irían con mi tía Chabela a visitar a los García.
Teníamos que atravesar toda la ciudad para tomar la carretera que conduce al famoso ojo de agua. Al llegar a la avenida principal, un agente de tránsito estaba marcando el alto, Lino no freno pues esperaba la indicación de mi tío, y como no se la dio, pasamos como ráfaga junto al agente. Casi nos lo llevamos de corbata. Se puso a pitar como loco con su silbato, haciendo señas para que nos detuviéramos. Lino, mediante una orden de mi tío, freno, y el  agente llego al coche muy agitado por la carrera.
-¿Qué se le ofrece, oficial?- pregunto mi tío desde su asiento.
-Se me ofrece infraccionarlos, señor, se pasaron el alto.
-Disculpe, es que no lo vimos –exclamó apenado-. Y eso que dicen que la carne de burro no es transparente –agregó.
El hombre enrojeció. Temblando de coraje fue hacia la ventanilla del lado de mi tío. Él la cerró rápidamente.
El agente toco en el vidrio. -¿Quién es? –pregunto mi tío.
El hombre seguía tocando y comenzó a resoplar. Con cada resoplido sus cachetes se inflaban como si se hubiera tragado una bomba de aire. Nosotros reíamos con ganas.
-Contrólense, niños, voy a abrir la ventanilla –dijo mi tío. Nos tapamos la boca para disimular. El agente tocaba ahora con vehemencia y resoplaba inflando los cachetes de forma increíble, parecía estar a punto de reventar. Mi tío bajo el vidrio. -¡Ah, es usted! –dijo con gusto-, yo creí que era un vendedor de globos –le dio unas palmaditas en los cachetes.
Se escuchó una carcajada. Había sido Lino. Nos dio aún más risa. Mi tío se puso el dedo índice sobre la boca pidiendo silencio, pero la risa se había vuelto incontrolable. El oficial saco un bloc, escribió en varias hojas, las arranco, se las dio de tal modo y le pidió la tarjeta de circulación. Mi tío la sacó de la cajuelita, el agente se la arrebato y se alejó resoplando. Mi tío reviso los papeles.
-A veces la diversión resulta demasiado cara –comentó.
Íbamos felices, comentando el incidente de los cachetes inflados, cuando mi tío preguntó: 
-¿Volteo el letrero como le indique Chuchín?
-¡Si, tío! –respondió Chucho con aire eficiente.
El letrero era uno que mi tío ponía en la puerta de su consultorio; por una cara decía: ‘consulta de 9 a 2´´ y por la otra, solamente: ´‘No hay´´.
El ojo de agua del Charco del Ingenio está rodeado de pequeños arbustos y de nopaleras cuajadas de tunas. En cuanto nos bajamos del coche, mi tío se dirigió a Lino:
-¡Bisturí!
Rápidamente Lino lo saco del maletín y se lo dio. Instrumento en mano, mi tío se puso a cortar tunas, las peló y nos las repartió.
Mientras comíamos, el manoseaba las cáscaras.
-¡Tío! ¿Por qué hace eso? –le preguntamos sorprendidos.
-Pues, no están para saberlo –nos dijo muy serio-, pero las tunas son mi fruta preferida…¡pero me hacen daño!. Así, me hago ilusiones de que comí muchas. ¡Muchas!
Cuando sus manos parecían alfileteros, llamo a Lino: -¡Pinzas de Kelly!
Lino voló hacia el maletín, saco las pinzas y, vigorosamente, las coloco en la espinada mano extendida.
Pacientemente se quitó una por una. Nosotros nos sentamos a observarlo. Cuando por fin termino, nos ordenó desvestirnos. - ¡ Yo no sé nadar!- dije en seguida.
-¡Yo tampoco! –chillo Caty.
-¿Ah, no?- se acercó amenazante, nosotros retrocedimos-.
-¡Pues ahorita mismo van a  aprender!
Nos quitó la ropa. Quedamos a su merced. Desnudos parecíamos más pequeños.
Caty comenzó a llorar. Con cada sollozo sus trencitas pelirrojas rebotaban en sus hombros, parecían resortes. Yo apreté mis labios con todas mis fuerzas. Mi tío se agacho y nuestras caras quedaron a la misma altura.
-¿Y usted por qué no llora, Panchito? –me dijo-. ¡Hágalo de una vez, porque adentro del agua no va a poder hacerlo! –Buaaaa! – me solté.
Él se desvistió, quedando en calzoncillos, nos tomó de la mano y, antes de darnos cuenta, ya estábamos en el agua.

-¡Lino, métase con los otros niños! –le grito desde la orilla. En veloz movimiento, Lino se quedó también en calzoncillos, se lanzó al agua y los llamó. Agustín se desnudó por completo, Chucho se dejó los calzoncillos y Lucha y Lupita, el fondo. Martha no se quiso desvestir, así que se metió con ropa.
Al principio, Caty y yo no nos soltábamos del cuello de mi tío, pero él, con mucha paciencia, poco a poco, nos enseñó a flotar y a deslizarnos. ¡Ese día aprendimos a nadar!
Salimos del agua y, para secarnos, ya que no llevábamos toallas o cosa que se le pareciera, nos tendimos al sol, lo mismo que la ropa de mis primos. Mientras estábamos listos, mi tío nos puso a repetir una letanía:
-¡Charco del Ingenio!
-¡Charco del Ingenio! –repetíamos.
-¡Que se nos pegue tantito tu segundo apelativo!
-¡Que se nos pegue tantito tu segundo apelativo!
Lo dijimos infinidad de veces.
En esos momentos yo pensé que el segundo apelativo del Charco del Ingenio era el lodo y las hojas secas en que estábamos tendidos, así que apreté mi cuerpo fuertemente contra la tierra. Cuando me vi lleno de barro y de hojas me levante de un salto y grité feliz:
 -¡Ya se me pegó el apelativo del Charco! ¡Mire, tío!
-¡Qué bien, Panchito!-me dijo mirándome de arriba a  abajo.
Orgulloso, me volví  a tender.
Permanecimos así otro rato, hasta que, de pronto, mi tío gritó:
-¡A ver, todos! ¡Sacúdanse los apelativos del charco y vístanse rápidamente!
Obedecimos de inmediato. Cuando estuvimos listos, nos preguntó si queríamos ir a comer sopes. Todos dijimos que sí.
-Pero con una condición –nos dijo.
-¿Cuál?-preguntamos a coro.
-Que los va a comer con chile y van a aguantar el picante sin lloriquear y, sobre todo –aquí recalco las palabras-, no le van a decir nada a su tía, ¿de acuerdo?
-¡Si, tío! –aceptamos.
En el puesto de sopes, pedimos tres cada uno y agua de tuna para todos, sólo mi tío pidió de horchata.
Mi tío puso una cucharada de salsa en cada sope y un chile jalapeño en cada plato (menos en el de él).
-Observen a Lino disfrutando el picante. Imiten la forma en que muerde su jalapeño.
Miramos a Lino con atención y seguimos su ejemplo.
A Chucho se le salieron las lágrimas, Martha comenzó a toser, Lupita y Lucha se pusieron como jitomates y Agustín y yo nos quedamos sin respiración.
Antes de morder el chile, Caty se le acerco y haciendo pucheros le preguntó:
-¿Me da permiso de llorar?
-Está bien, niña, pero hágalo quedito. ¡Y apúrese para que muerda su chile!
Al terminar, todos teníamos dolor de estómago. El saco su recetario e hizo una receta para cada uno y nos las repartió, después nos las fue pidiendo, las leía  y nos daba una tableta de leche de magnesia que llevaba en el maletín.
-Hoy aprendieron algo muy importante, niños –nos dijo solemnemente-: comer chiles a mordidas no es cualquier cosa; den las gracias a Lino por su enseñanza.
-¡Gracias, Lino! –dijimos a coro.
-Para servirles, niños –nos respondió muy atento, haciendo una reverencia.
-Después van a prender algo más de el –nos dijo mi tío, camino al coche-, cuando tengan edad, les va a enseñar a manejar.
Regresamos a San Miguel con esa ilusión, aunque la mía de que mi mamá me hubiera hablado era mayor que aquélla.
Entrando a la casa se lo pregunte a mi tía. Ella dudo un momento y luego me dijo:
-Sí mi amor, te habló. Me dijo que te extraña mucho y que te manda un beso.
Después me miro largamente, sus ojos se humedecieron y me abrazo con fuerza. 

LA NEVERÍA
Como era primero de mes, mi tío tenía que ir a Celaya a comprar la medicina de la farmacia a los laboratorios. Mi tía le dijo que nos llevara, él acepto, pero como no cabíamos todos en el coche decidió hacer una rifa.
Tomé uno d los papelitos del sorteo para ver quién iba y quien no y lo desdoblé. Decía Sí. Sentí un vuelco en el estómago. Salir con mi tío era siempre una aventura. Afortunadamente a la Peque también le toco papelito afirmativo, eso me tranquilizo.
Nos despedimos de mi tía y de los primos que les tocó en suerte quedarse y nos acomodamos en el coche.
-Panchito y Caty se vienen con Lino y conmigo. Los demás se van sin incomodar a la Peque –dijo mi tío.
Instintivamente crucé los brazos para protegerlos, pero fue inútil, Caty era muy hábil. Su manita se abrió paso y se insertó en mi bracito.
Mi tío nos fue contando el cuento de los tres mosqueteros. Los nervios de Caty se calmaron y mi brazo descansó.
Llegamos a Celaya. Le preguntamos a mi tío si nos podíamos bajar del coche para pasear un poco.
-Sí, niños –respondió-, pero no se separen. Lino se quedara aquí para cualquier cosa que necesiten.
Cerca de ahí estaba la nevería de don Vicencio.
-Tío, ¿podemos esperarlo en la nevería? –preguntó Chucho.
-Sí, si quieren –respondió distraído mientras revisaba unos papeles que llevaba en su portafolios.
-¿Podemos pedir una nieve? –se oyó la vocecita de Agustín.
-Si. Pueden hacerlo –dijo mi tío con la vista puesta aun en los papeles.
-¿Y una leche malteada? –preguntó Lucha, emocionada.
-Pues sí, si les gusta –nos dijo y se alejó.
Le prometimos a Lino un barquillo.
-¿De qué lo quieres, Lino? –le preguntamos.
-De cajeta –respondió, saboreándose.
Don Vicencio nos saludó y anotó el pedido: helados, leches malteadas y galletas, un flan para la Peque, y para Lucha y Lupita, además de sus helados, molletes.
Lucha, los molletes son muy caros –le había advertido Lupita. – Sí, pero tengo hambre.
Lupita reflexionó en la respuesta y dijo:
-Ay, yo también –se sobó el estómago-. ¿Puedo pedir otros para mí?

-¡Claro! –respondió Lucha-. ¡Hay que aprovechar que mi tío anda de disparador!
- No coman mucho porque no van a tener hambre a la hora de la comida –dijo la Peque-. No quiero que mi tía regañe al pobre de mi tío. Y más tú Lupita, que eres tan remilgosa.
-¡Déjame pedir unos molletitos, Peque! –le suplicó-. ¡Te prometo que sí como!
-Está bien –consintió ella.
Cuando vimos venir a mi tío, pedimos la cuenta.
-¡Hola, don Vicencio! –gritó mi tío desde la puerta-. ¿Terminaron, niños?
¡Vámonos que tengo prisa!
Nos miramos todos desconcertados. La Peque fue a hablar con él. -¡Cómo! ¿No traen dinero para pagar? – grito tan fuerte que todos en la nevería se enteraron del problema.
Llego a nuestra mesa de tres zancadas.
-¿Cómo está eso, niños? ¡Explíquenmelo porque no entiendo! –vociferó.
-Pero, tío, usted dijo que lo podíamos esperar aquí –le recordó Lucha.
-Si, niña, eso dije. ¿Acaso había algo que se los impidiera?
-Pero también dijo que podíamos pedir lo que quisiéramos –dijo Chucho.
-¿Y porque no iban a poder hacerlo?
-Pero nosotros supusimos que usted iba a pagar –dijo Agustín al borde del llanto.
-¿Yo? –dijo mi tío con exagerada extrañeza-.¿Y por qué supusieron eso? ¿Acaso les dije pidan lo que quieran, que yo pagaré?
-Bueno, no, pero nosotros supusimos que… -la voz de Agustín temblaba.
-¡En la vida no hay que suponer! –exclamo escandalosamente -. ¡Hay que estar seguros antes de actuar! ¿Cómo se ponen a consumir a tontas y a locas sin contar con recursos para pagar?
Una vocecita interrumpió: -Peque, quiero vomitar.
-¡No, Caty! –grito mi tío-. ¡Esa no es la forma de remediar esta situación! ¿Cree usted que devolviendo lo que se engullo quedara exenta de deuda? ¡No señorita! Además don Vicencio no acepta esa forma de pago, con el hay que saldar las cuentas al contado –recalco.
La Peque se sentó a Caty en las piernas y se puso a consentirla. Caty se tranquilizó.
Mi tío seguía inconmovible.
-¡Resuelvan esto de inmediato porque tengo mucha prisa! Se dio la vuelta y fue al mostrador a platicar con don Vicencio. Rascamos nuestros bolsillos, pero, aun juntándolo de todos, no alcanzaba para pagar ni la mitad.
Chucho salió de la nevería y al poco tiempo volvió con el dinero faltante.
-¡Miren! ¡Lino nos prestó! –nos informó feliz-. De pura casualidad mi tío la acaba de pagar su semana por adelantado. Que no se nos olvide su barquillo.
La Peque fue al mostrador para comprarlo y pagar la cuenta. Iba cargando a Caty. Mi tío se la quito de los brazos. -¡Ay, niña, no me pellizque! –grito.
Con mi prima prendida a sus cachetes mi tío llego a nuestra mesa.
-¡Vengase, Panchito! –me dijo.
Me cargo en el otro brazo y las pincitas de Caty volaron hacia mí. Afortunadamente ese día traía suéter.
Rumbo al coche, mi tío nos dijo:
-¿Por qué me miran con esos ojos? Las miradas rencorosas son muy feas. Además, desearle mal a un prójimo no es bueno.
Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, dejamos la venganza en manos de nuestra tía; ninguno probamos bocado a la hora de la comida.















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